I.- LAS
OBRAS DE MISERICORDIA CORPORALES
“Y
dondequiera que entraba, en aldeas o en granjas o en ciudades, ponían los
enfermos en las calles, y le rogaban que permitiese tocar siquiera la orla de
su vestido: y cuantos le tocaban, quedaban sanos.”
(Mc., VI, 56.)
La bondad del Corazón de Cristo se refleja de
una manera admirable y hermosa en esta escena del Evangelio. Para facilitar la
curación de los enfermos que acudían a Él, Jesús dio a sus vestidos la virtud
de curar. Este hecho encierra una lección hermosa para tu vida.
1. Jesús “pasó por el mundo haciendo bien”,
como dice el Apóstol San Pedro. A su paso se hace la luz en la inteligencia de
los hombres, florece la esperanza y el consuelo en los corazones que sufren,
vuelve la salud a los cuerpos enfermos, recobran la vida las almas muertas por
el pecado. Sus labios se abren constantemente para instruir, para consolar. Sus
manos se levantan siempre para bendecir; se alargan para curar. Su corazón se
abre constantemente para perdonar. Toda su vida y todos sus actos van dirigidos
al bien de los demás.
Y Jesús da sin exigir nada, sin esperar
incluso a que se lo pidan. Basta que se acerquen a Él y que toquen la orla de
su vestido para que recobren la salud perdida.
La escena que nos presenta el Evangelista
está llena de una muy dulce poesía. Las calles por donde pasa Jesús están
repletas de enfermos: Su bondad alienta su confianza. Acuden a Él con absoluta
seguridad. Y su confianza no resulta fallida. El Evangelio nos dice
taxativamente que todos quedaban curados.
No se fija Jesús en sus cualidades naturales,
en su posición social, en la sinceridad de su fe, en su vida pasada. Allí los
habría seguramente de todas las clases sociales, de todas las condiciones
morales: pobres y ricos, justos y pecadores. Todos acuden a Jesús. El deseo de
recobrar la salud y de conservar la vida, que es un deseo instintivo de todo
corazón humano, es el que guía a aquellos enfermos.
Muchos se olvidarán de Jesús después de haber
recibido aquel beneficio. La mayor parte de ellos no le agradecerán la curación
que de sus manos reciben. Cuando Jesús será perseguido y crucificado ni una
sola voz de aquellos que fueron curados, se levantará en su favor. Quizá muchos
de ellos formarán parte de la multitud que pide crucifixión. No importa. Jesús
no hace el bien para que se lo agradezcan. Jesús ama a los pobres y a los
enfermos y porque les ama se compadece de sus dolores y de su enfermedad. Y,
movido por su compasión y por su amor, va repartiendo beneficios a manos llenas
aunque sepa ciertamente que no se los han de agradecer. Y los reparte con una
prodigalidad realmente admirable; aun sin que lleguen a pedírselos.
Y no olvides que se trata de beneficios de
orden material. Beneficios que, al parecer, escapan a la finalidad que Jesús se
había propuesto al encarnarse. Jesús no solamente reparte bienes espirituales.
No solamente perdona los pecados y guía a las almas por el camino del cielo.
Jesús procede con la misma generosidad cuando se trata de conceder bienes
materiales. Los reparte con profusión. Los reparte, sin esperar recompensa.
Hermoso es el ejemplo de Cristo. Lección
sublime la que nos da en esta escena para orientación de nuestra vida. Medítala
seriamente, joven.
2. La caridad nos obliga a practicar las
obras de misericordia con nuestro prójimo. Es una obligación grave a la que no
se puede faltar sin pecado.
Y entre las obras de misericordia, las hay
también de carácter material: “Dar de comer al hambriento, vestir al desnudo,
visitar a los enfermos…” La caridad cristiana, que es la virtud fundamental de
nuestra religión, nos obliga, por lo tanto, a practicar estas obras de
misericordia corporales. La conducta de Jesús en esta escena nos da una norma
clara para practicarlas según su voluntad.
La conducta de los fariseos nos parece absurda
y ridícula. Ellos, cuando hacen sus limosnas, las hacían con ostentación.
Querían llamar la atención de la gente…
Prácticamente hay demasiados cristianos que
imitan a los fariseos. Dan con generosidad cuando se ha de publicar su
donativo. Gustan que sean conocidas sus generosidades. Se sienten satisfechos
cuando ven que les rodea un ambiente de admiración… “Éstos ya han recibido su
recompensa”, según la frase terrible de Cristo. No obran por motivos de
caridad. No aman a los pobres a quienes socorren. No sienten compasión por las
necesidades del prójimo. Sus donativos y sus limosnas no son una obra de
misericordia y de caridad, aunque lo parezcan. El Señor no tiene por qué
agradecérselo.
Aun sin llegar a este extremo ridículo, hay
muchos cristianos que no siguen tampoco el ejemplo del Maestro. Aman a los
pobres. Sienten compasión por sus necesidades. Procuran remediarlas. Practican
con espíritu de caridad las obras de misericordia corporales. Pero tienen un
corazón mezquino. No acaban de entender la generosidad y la bondad del Maestro.
No publican sus limosnas, pero quieren que sepan los pobres que vienen de sus
manos. Les agrada verse asediados por los pobres. Les dan a conocer el favor
que les hacen cuando les socorren; el sacrificio que se imponen cuando les
visitan. En éstos hay espíritu de caridad. Pero la vanidad se mezcla en sus
obras.
No procedió así Jesús en la escena que
meditamos. Reparte beneficios a manos llenas sin dar importancia a su
generosidad. Sin que casi se den cuenta los enfermos que reciben la salud de
sus manos. Tocan su vestido y quedan curados. Jesús no se para a encarecer el
bien que les concede. Jesús cumple maravillosamente la consigna que Él mismo
nos diera: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”.
Hay también muchos cristianos que han
aprendido la lección del Maestro. Dan con generosidad y esplendidez ignorándolo
los mismos que reciben sus limosnas. Socorren a los pobres por medio del
Párroco, entregando sus limosnas al Secretariado de caridad. Ellos quedan en el
anónimo. Visitan a los enfermos en nombre de la Parroquia o de las Conferencias
de San Vicente de Paúl. Su propia personalidad desaparece por completo. Estos
han aprendido perfectamente la lección del Maestro.
Reflexiona, joven, y compara tu conducta con
la conducta de Jesús. No basta que cumplas la obligación sacratísima que la
caridad te impone. No basta que practiques las obras de misericordia
corporales. Has de practicarlas según la voluntad de Jesús. Imitando su
ejemplo. “Sin que se entere tu mano izquierda de lo que hace tu derecha”.
Entonces tendrás recompensa grande en el cielo. Jesús te lo pagará como si se
lo hubieses hecho a Él mismo.
3. Hay algunos que se quejan de la ingratitud
de los pobres. Alegan esa ingratitud para acortar sus limosnas. Los pobres son
desagradecidos, dicen. No merecen que se les socorra. Y con esta razón
pretenden justificar su tacañería.
Esta afirmación no es exacta. La gratitud
florece en todos los corazones bien nacidos. Y entre los pobres hay muchos
corazones rectos y honrados. Hay pobres que saben agradecer muy de corazón. Que
saben sacrificarse por sus bienhechores. Que piden todos los días por ellos.
Cuando muere una persona verdaderamente caritativa le acompañan las oraciones y
las lágrimas de muchos pobres. Se ha exagerado mucho a este respecto.
Pero aun suponiendo que fuese verdad lo que
éstos afirman, esa falta de gratitud no justificaría nuestra tacañería.
Nosotros tenemos la obligación de practicar las obras de misericordia
corporales por imperativo de nuestra condición de cristianos. Cuando damos una
limosna no hacemos una obra de supererogación; cumplimos un deber. No hacemos
un favor al pobre a quien socorremos; cumplimos una obligación. Los favores se
agradecen. Lo que se hace por pura liberalidad merece la gratitud. Pero lo que
se hace por obligación no merece un agradecimiento especial. No tenemos motivo
para quejarnos aunque los pobres sean desgraciados.
Jesús, además, nos manda que hagamos las
obras de misericordia corporales con espíritu sobrenatural. No hemos de hacer
limosna para captarnos la simpatía o gratitud de los pobres. No hemos de
visitar enfermos para que nos lo paguen con su cariño. No pretendemos agradar a
los hombres, sino a Dios; no hemos de esperar la recompensa de los hombres,
sino de Dios.
Nosotros, propiamente, no socorremos a un
hombre cuando damos limosna; socorremos al mismo Jesucristo. No visitamos a un
hombre cuando acudimos a la cabecera de un enfermo, movidos por la caridad;
visitamos al mismo Jesucristo. Él lo afirma taxativamente: “Tuve hambre y me
disteis de comer… estuve enfermo y me visitasteis… porque cuando lo hacíais con
uno de esos pequeñuelos conmigo lo hacíais”. Es Jesucristo el que nos ha de
recompensar estas obras.
Por eso las almas santas se alegran cuando
les punza la espina de la ingratitud. Saben que entonces recibirán del Señor
una recompensa abundante.
Reflexiona, joven, sobre la conducta del
Maestro. La conducta del Maestro debe ser orientación y enseñanza para tus
obras. Si practicas las obras de misericordia corporales con ese espíritu,
merecerás la recompensa del Señor.
Gracias por la entrada. Este tipo de lecturas son las que necesitamos, y no tanta pérdida de tiempo en cosas sin ningún valor.
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