18 abr 2013

VIDA CONTEMPLATIVA Y VIDA ACTIVA

XXIII. LA VIDA CONTEMPLATIVA Y LA VIDA ACTIVA

“María ha escogido la mejor parte que no le será quitada.” (Luc., X, 42.)

En Marta y María están representadas, según el sentir de los Santos Padres, los dos caminos o las dos vidas en que se puede servir al Señor. Marta, afanándose por atender y obsequiar al Maestro, es figura de vida activa, propia de los que ejercen las obras de misericordia corporales y de los que realizan apostolado. María, sentada a los pies de Jesús es figura de la vida contemplativa, propia de las almas que lejos del mundo buscan ante todo su perfección y su unión íntima con Dios.
Tiene, pues, mucha importancia la afirmación hecha por Jesucristo respecto a estas dos vidas y por eso conviene meditar seriamente sobre ella, joven.

1. Jesucristo no censura la actividad de Marta, sino su solicitud extremada. Marta hacía una obra sirviendo al Maestro. Y la hacía con rectitud de intención, ya que le guiaba en ello el amor que profesaba a Jesucristo. Se trata, por lo tanto, de una obra buena y laudable por sí misma y por el motivo que la impulsa.
Pero Marta andaba preocupada y distraída, como hace constar el Evangelio. Y Jesús censura esa solicitud excesiva que la intranquiliza y la conturba, porque es desordenada.
No puede verse en esta afirmación de Jesús una censura de la vida activa. El ejercicio de la caridad corporal es una obra buena en sí misma, mandada por el Maestro. La práctica del apostolado es una obra laudable y meritoria. Si se procede con rectitud de intención –por amor a Jesús y a las almas– la vida activa merece las bendiciones de Dios. El mismo Jesucristo realizó obras de misericordia corporal y ejerció el apostolado durante su vida. Él es el primer apóstol. Envió a sus apóstoles para que ejerciesen el apostolado por todo el mundo. La misión específica de los sacerdotes es el ejercicio del apostolado. Jesús no puede censurar esa vida que Él mismo practicó.
Pero la actividad puede ser excesiva, aunque se trate de cosas buenas. Dedicarse a las obras de caridad o al ejercicio del apostolado en menoscabo del propio recogimiento, de la propia perfección, de la paz del espíritu, es un desorden. Sacrificar la propia santificación en aras de la actividad externa es un desorden que el Señor no puede aprobar. Entonces, el ejercicio de la caridad y del apostolado, siendo cosas buenas en sí mismas, resultan perjudiciales y dañosas por el desorden que encierran. Jesús censura con estas palabras esa actividad excesiva y desordenada.
A ti te gusta la actividad, el movimiento, la acción. Eres impetuoso y entusiasta. Te lanzas con generosidad a las empresas de apostolado. Y esto es un bien, pero puede encerrar un peligro. Jesús quiso señalarte este peligro para que procures evitarlo.

Aprende, joven, la lección del Maestro y no te dejes engañar por la impetuosidad propia de tu corazón juvenil. Nunca tu apostolado ha de ser en perjuicio de tu formación o de tu vida interior. Nunca debes descuidar tu salvación por atender a la salvación de los demás. Nunca debes cercenar los actos de tu vida espiritual con la excusa de las actividades externas. Nunca debes dejarte absorber por las actividades externas hasta el punto que pierdas la tranquilidad y la paz. Entonces tu apostolado sería desordenado. Sería perjudicial para ti. Merecerías la censura del Maestro.
¿Has tenido en cuenta esta verdad, joven? ¿Has descuidado tu vida interior con excusas de una mayor actividad externa? ¿Has podido merecer por tu apostolado excesivo la censura que encierran estas palabras de Jesús?

2. Jesús defiende a María contra el ataque de Marta y aún da preferencia a la contemplación de María sobre la actividad de su hermana.
Estamos en el siglo del movimiento, de la agitación, de la actividad desmesurada. Incluso en el campo puramente religioso se da una excesiva importancia a la actividad y se juzga casi inútil la oración. Muchos apóstoles que no pueden negar la licitud y la conveniencia de la vida contemplativa, aprobada y bendecida por la Iglesia, la consideran menos necesaria en nuestros días y quizá un poco desplazada en estos tiempos. Y esto es una equivocación y un error.
Jesús con estas palabras defiende la posición de tantas almas que se alejan del mundo para dedicarse exclusivamente al servicio de dios, buscando su mayor santificación. La vida contemplativa es una vida llena y fecunda. La actividad de las almas contemplativas es necesaria en la Iglesia y necesaria para la fecundidad del mismo apostolado externo que la Iglesia realiza. ¡Cuántas conversiones se deben a las oraciones y a los sacrificios de las almas santas! ¡Cuántas empresas de apostolado fructifican espléndidamente, gracias a la oblación de sí mismas que hacen las almas contemplativas!
Hoy se necesitan apóstoles, es verdad. Hoy se precisa una actividad intensa para restaurar el espíritu cristiano en los pueblos; es cierto. Pero hoy se necesitan, ante todo y sobre todo, almas santas. Hoy se necesitan principalmente almas víctimas que unidas a la víctima divina que se ofreció en el Calvario, atraigan sobre los hombres las gracias del cielo. La vida contemplativa no es inútil. Las almas contemplativas tienen una gran misión en nuestros días. Jesús defiende clarísimamente su posición.

Las palabras de Jesús tienen todavía un mayor alcance. La vida contemplativa es más perfecta que la vida activa. La contemplación es más necesaria y más excelente que la acción. “María ha escogido la mejor parte”, en frase de Jesucristo. Y la razón que da San Agustín es evidente. María se ocupa directamente en las cosas de Dios. Marta, aunque busca el mismo fin, se ocupa directamente en cosas materiales. Y es más excelente dedicarse a las cosas de Dios que a las cosas materiales, aunque también en ellas se busque a Dios.
Pero aun en orden al apostolado es también exacta esta afirmación del Maestro. Las almas contemplativas tienen una misión importantísima en la Iglesia. Con su oración, con sus sacrificios, con su unión con Dios, realizan un magnífico apostolado. En orden a la salvación y a la santificación de las almas, que es el fin del apostolado, tiene mayor eficacia la oración que la acción, la santidad que la actividad externa. Por eso Pío XI proclamó a Santa Teresita patrona de las Misiones y por eso tenía marcadísimo interés en que se estableciesen en terreno de misiones comunidades de vida contemplativa.
Este detalle no debes olvidarlo, joven. Tú necesitas de las oraciones y de los sacrificios de las almas santas. Las almas contemplativas pueden ayudarte muy eficazmente en tu misión santificadora. Ellas te conseguirán las bendiciones de Dios para que tu apostolado fructifique espléndidamente.

3. El apostolado no es solamente actividad, es también oración. No pertenece exclusivamente a la vida contemplativa, ni a la vida activa. El apostolado, bien entendido y bien realizado, es una fusión de ambas vidas.
Santo Tomás lo ha definido admirablemente. El apostolado es “contemplata aliis tradere”, esto es, comunicar a los demás lo que se ha recibido en la contemplación.
El apóstol no puede limitar su actividad a la actuación externa. El apostolado no es solamente actividad exterior. La oración y la acción se han de entrelazar maravillosamente en la vida del verdadero apóstol. Jesús predica y actúa externamente pero dedica largas horas a la oración y a la comunicación con su Padre. San Pablo llevaba una vida de altísima contemplación al mismo tiempo que desplegaba una actividad asombrosa. Todos los grandes apóstoles han sabido seguir este ejemplo del Maestro.
Este criterio es básico y esencial para ti, joven. El apóstol debe llenarse con la contemplación y debe dar lo que le sobra con el apostolado. El apóstol debe estar íntimamente unido con Dios para unir con Él a los demás hombres. El apóstol debe ser una proyección de Cristo en medio del mundo para que los hombres viéndole se acerquen y amen a Jesús.
Bien está que procures perfeccionar tus métodos de apostolado y que prepares con esmero tus empresas. Pero sin olvidarte de lo principal; sin descuidar tu vida interior; sin despreciar la vida contemplativa. Ganarás más almas orando que predicando. Harás más bien santificándote que actuando. Darás más gloria a Dios con tu vida interior que con tu actividad externa.
Conviene rectificar criterios y procedimientos, joven. Conviene seguir con fidelidad el camino que nos señala el Maestro. La vida contemplativa es más excelente y más perfecta que la vida activa. Pero la perfección para ti está en la unión de las dos vidas. No olvides esta lección del Maestro.

22 ene 2013

EL PAN BAJADO DEL CIELO


III. EL PAN BAJADO DEL CIELO

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” (Ioh., VI, 55.)

Jesús se aprovecha de aquel milagro de la multiplicación de los panes para hablar a sus oyentes de otro pan que en su misericordia preparaba para al humanidad. En esta escena promete la institución del Sacramento de la Eucaristía. Medita estas palabras de Cristo para aprovecharte de este pan celestial.

1. Necesitamos del alimento para vivir. Nuestras fuerzas se desgastan continuamente y el alimento las repara. La falta de un alimento adecuado produce en nosotros la debilidad, el desfallecimiento, la inanición, la muerte.
Por eso buscamos con afán cuanto necesitamos para vivir. La causa principal por la que los hombres buscan con interés las riquezas es porque con ellas pueden satisfacer plenamente esta necesidad que les acucia. Necesitamos comer para vivir y buscamos por todos los medios la comida necesario para conservar la vida.
Y hacemos muy bien obrando de esta manera. Amamos la vida y tenemos, al propio tiempo, la obligación de conservarla.
Pero nos olvidamos muchas veces, joven, de que tenemos dos vidas. Y de que no es la principal esa vida natural que con tanto interés procuramos conservar. Por la gracia recibimos la vida divina, la misma vida de Dios que se nos comunica de una manera maravillosa e inefable. Tenemos también obligación de conservar esta vida; de acrecentarla. Tenemos obligación también de procurar que no nos falte el alimento necesario para mantener esta vida divina.
El Señor nos ha preparado un manjar celestial. Su misma carne se ha hecho comida para nuestras almas: “Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida”, dijo Jesús. Y este manjar está siempre a nuestra disposición. Basta querer para comerle. ¡Qué bueno ha sido Dios con nosotros! ¡Qué dignación la suya al dársenos en comida para que tuviésemos vida eternamente!

Y, sin embargo, joven, ¡cuántas almas desfallecidas! ¡Cuántas almas mueren de hambre por no saber aprovecharse de este manjar celestial! ¡Cuántas almas, débiles y sin fuerzas, son vencidas por la tentación, teniendo tan a mano el manjar que hace invencibles!
Escucha, joven, las palabras de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” Si quieres tener vida, has de comulgar. Si quieres tener vida abundante, has de comulgar con frecuencia. Si quieres tener fuerzas para resistir la tentación, has de alimentarte con este manjar de los fuertes. Si quieres abrazarte valientemente con el sacrificio que el apostolado te exige, has de comer la carne de Cristo. La comunión aumentará tus fuerzas. La comunión te hará valiente. La comunión te hará invulnerable. ¡Oh, si supiésemos comulgar, joven! ¡Si supiésemos aprovecharnos de este manjar que amorosamente nos preparó el Señor para darnos la vida!
La Iglesia nos obliga a comulgar una vez al año y aun este precepto parece excesivo a no pocos cristianos. ¡Cuántos hay que no comulgan más que una sola vez, constreñidos por este precepto de la Iglesia! ¿Será raro que arrastren una vida lánguida y pobre, que desfallezcan a cada paso, que se vean envueltos frecuentemente por las redes de la tentación y del pecado?
Tú, sin duda, comulgas con frecuencia. Pero, ¿comulgas con toda la frecuencia posible? ¿Estás íntimamente convencido de que sin la comunión frecuente no puedes tener vida abundante? Medita, joven, las palabras de Jesús.

2. Para que la comida nos aproveche es necesario que tengamos salud. A los enfermos de cierta gravedad les prohíben comer. La comida no sería para ellos causa de salud, sino de muerte.
También se requieren ciertas disposiciones para comulgar. El que se acerca a la Sagrada Mesa en pecado mortal, “come su propio Juicio”, en frase del Apóstol. Esta comida –dice la Iglesia en la Secuencia del día del Corpus– “es vida para los buenos y muerte para los malos”. Los que comulgan en gracia de Dios aumentan y acrecientan su vida; los que comulgan en pecado mortal ratifican su propia condenación.
Comulgar en pecado mortal es un pecado gravísimo. Es un pecado horrible de sacrilegio. Es la profanación del mismo Cuerpo de Cristo. No solamente no aprovecha entonces la comunión, sino que daña. No solamente no se borra con la comunión el pecado mortal, sino que el alma se endurece en el pecado.
Para que la comunión sea para ti causa de vida y de vida eterna, es necesario que tu alma esté limpia de todo pecado mortal. Es necesario que laves por medio de una confesión sincera las manchas que afean tu alma.
Es preferible no comulgar, que comulgar en pecado. No se hace un obsequio a Dios comulgando en pecado, sino que se le ofende gravísimamente. Es mayor el pecado de sacrilegio que cometes comulgando mal, que el mismo pecado con que te acercas a comulgar.
No olvides, joven, esta verdad en tu propia vida y no lo olvides, sobre todo, en el ejercicio de tu apostolado. Muchas veces nos dejamos guiar por un celo indiscreto. Nos gustan las comuniones numerosas y solemnes. Quisiéramos que todos fueran a comulgar para que se aprovechen de este manjar celestial. Y consideramos que hemos conseguido un verdadero triunfo cuando aumenta el número de los que comulgan. Pero… ¿tendrán las debidas disposiciones todos aquellos que se acercan a comulgar, quizá como fruto de nuestra insistencia? ¿No habremos sido nosotros la causa de algún sacrilegio? Por eso la Iglesia prohíbe terminantemente que se ejerza alguna coacción moral sobre los que van a comulgar. Porque, entonces, habríamos hecho un mal en vez del bien que nosotros intentábamos. Conviene, joven, que obres con suma discreción.

Pero no basta evitar el pecado mortal para obtener todo el fruto de la comunión. No basta comulgar en gracia de Dios para que la comunión produzca en nosotros aquella plenitud de vida que Jesucristo nos promete. El fruto de la comunión depende de nuestras propias disposiciones. En la comunión recibimos al mismo Cristo. Y Jesús es el principio y el manantial de la gracia. Su acción en nosotros será tan profunda y tan plena como lo permita nuestra capacidad; como lo merezcan nuestras disposiciones.
Por eso hemos de prepararnos convenientemente para comulgar. Hemos de ensanchar la capacidad de nuestra alma con una preparación adecuada. Hemos de evitar todo pecado; hemos de reprimir nuestras pasiones; hemos de limpiar nuestra alma de todo aquello que pueda ser un obstáculo para la acción de Cristo. Entonces se operará en nosotros aquella transformación de que habla San Agustín: “Cuando comemos la carne de Cristo y bebemos su sangre, nos transformamos en su sustancia.” La comunión nos dará la vida eterna prometida por Jesucristo.
Prepárate, pues, joven, para comulgar. Procura que toda tu vida sea una preparación remota para recibir con fruto este Sacramento. Antes de comulgar recógete unos momentos para prepararte mejor. La comunión producirá en tu alma efectos maravillosos.

3. Cuando comemos con apetito saboreamos mejor los manjares y nos aprovechan más. La inapetencia, por el contrario, nos priva del gusto en el comer y es señal de que el estómago no está bien preparado para recibir la comida.
Para encontrar gusto en la comunión y para que este manjar te sea provechoso has de fomentar también en tu el hambre de comulgar. Para conseguirlo has de ahondar en el convencimiento de la excelencia de este pan y de la necesidad que tienes de él para tu alma. Has de desear ardientemente unirte con Jesucristo por medio de la comunión. Cuando ese convencimiento arraiga en nuestras inteligencias y ese deseo llena nuestro corazón, la comunión produce en nosotros efectos maravillosos.

Los santos tenían hambre de comulgar. Sabían la importancia que tiene la comunión para la vida espiritual; sentían la necesidad de este manjar para perseverar en la gracia y en la unión con Dios. Y aun reconociéndose indignos, lo deseaban con verdaderas ansias. Se imponían algunas veces sacrificios verdaderamente heroicos para no verse privados de la comunión. Por eso la comunión era para ellos causa de santificación. En la comunión encontraban  el consuelo en los sufrimientos; la fuerza para aceptar sonrientes las mayores torturas. En la comunión encontraban la alegría y la paz.
Tú puedes fomentar en ti ese convencimiento y ese deseo. Medita muchas veces sobre la excelencia de este Sacramento. Piensa atentamente en el amor que te ha manifestado el Señor al instituirlo. Medita, sobre todo, en la necesidad que tienes de este manjar celestial para vencer las tentaciones, para perseverar en la gracia, para crecer en la vida sobrenatural, para unirte con Dios, para conseguir la vida eterna. Antes de comulgar fomenta en ti estos pensamientos y estos deseos. Hasta que sientas hambre de comulgar.
Procura que la comunión sea el centro y como el eje de tu vida. La comunión será para ti garantía de perseverancia en el bien. Causa de fecundidad para tu apostolado. Prenda de vida eterna. 

30 ago 2012

ACTOS ESPECTACULARES

     II. LOS ACTOS ESPECTACULARES

“Me buscáis, no por los milagros que visteis, mas porque comisteis del pan y os saciasteis.” (Ioh., VI, 26.)

Jesús conoce perfectamente la psicología popular. No se deja engañar por el entusiasmo de la multitud que le busca afanosa después de la multiplicación de los panes. Con estas palabras te señala una orientación y un criterio que has de tener presente en tu apostolado.

1. Las multitudes razonan poco; son menores de edad. Como los niños, se dejan guiar fácilmente por las impresiones del momento. Son propicias, por ello, a reacciones pasionales. Cuando se enardecen; sobretodo cuando se sienten amadas, son capaces de los mayores extremos; se entregan totalmente.
La multitud que ha presenciado la multiplicación de los panes y ha sido beneficiada con aquel milagro, está entusiasmada. Busca a Jesús por el desierto. Y al no encontrarle, atraviesa el mar de Tiberíades para ir en su busca. No descansa hasta que logra dar con él.
Este hecho se puede repetir fácilmente. No es difícil entusiasmar a un pueblo. Es relativamente fácil hacer un acto solemne, conseguir una manifestación nutrida y entusiasta con motivo de algún hecho religioso, incluido en pueblos fríos y apartados de Dios. Es cuestión de un poco de habilidad y de un poco de cariño.
Y estas manifestaciones públicas tienen su importancia. Estos actos espectaculares en los que se congrega todo un pueblo tienen, sin duda, su eficacia social. Pueden servir para romper el hielo en un ambiente frío y son un acicate y un impulso para los débiles, para los apocados, para los remisos. Por eso en tu apostolado conviene que tengas en cuenta esta realidad.
Algunos las juzgan inútiles. Fijándose en la poca consistencia que suelen tener ordinariamente, creen que es tiempo completamente perdido el que se emplea en provocarlas. Y esta apreciación no es exacta. Una misión bien organizada, puede hacer vibrar a un pueblo. Una asamblea solemne, bien concebida, puede enardecer a los jóvenes. Una campaña de caridad bien realizada, puede ganarnos la simpatía de muchos.

Sería, ciertamente, una ilusión y una ingenuidad pueril creer que el pueblo ha cambiado radicalmente como consecuencia de estos actos. Sería absurdo cejar después en nuestra labor por creer que ya está todo hecho. Estas manifestaciones no sirven más que para remover la tierra. Y si el labrador necesita remover la tierra antes de sembrar, no conseguiría ningún fruto si descuidase después el trabajo de siembra y de cultivo. La reacción que produce una misión, una asamblea, una campaña es, ordinariamente, muy superficial. Ni se cambian con ello las ideas, ni se modifican permanentemente las costumbres. Los que tenían antes una fe tibia y vacilante, continuarán con sus defectos después de la misión. Los que no habían entendido antes la sublimidad del apostolado, continuarán con sus vacilaciones y con sus inconstancias después de la Asamblea. Sería tonto darles a estos actos más importancia de la que tienen, o suponerles una mayor eficacia de la que realmente consiguen. Pero sería también injusto desconocer su importancia y su influencia social.
En la vida de Jesús encontramos algunos actos de esta clase. Él, no solamente no los evita, sino que los provoca con su conducta y con sus milagros. También para bien de las almas. Si sabes darles la importancia relativa que tienen, pueden ser un medio excelente para la eficacia de tu apostolado.

2. Jesús conoce perfectamente la psicología popular. No se deja engañar por el entusiasmo de aquella multitud que le busca por todas partes. Se trata de una reacción pasional, egoísta. Aquel entusiasmo no supone adhesión interna a su doctrina. No supone fe viva en su condición de Hijo de Dios. Jesús, para nuestra enseñanza, hace resaltar ese detalle: “Me buscáis –les dice– porque comisteis del pan y os saciasteis.”
Los hombres somos por naturaleza un poquitín tontos y ridículos. Creemos fácilmente todo lo que nos halaga. Damos por bueno todo lo que fomenta nuestra vanidad. Cuando, como fruto de nuestra actuación o de nuestro apostolado, se ha producido una reacción en un pueblo o en un ambiente determinado, nos dejamos mecer por la ilusión de que hemos hecho una gran obra. Hablamos de aquella reacción de la gente como algo extraordinario y definitivo. Queremos convencernos de que es verdad todo lo que aparece. Queremos creer que, por la gracia de Dios, hemos hecho una obra definitiva y completa. Y esto es una ilusión; una ingenuidad pueril.
Jesús llama nuestra atención con estas palabras que meditamos. Él no se fía de aquel entusiasmo porque conoce perfectamente la causa que lo inspira. Nos enseña a nosotros a no fiarnos de esas apariencias que son debidas, casi siempre, a una causa parecida.

Es tonto pensar que en una misión pueda cambiarse completamente una mentalidad. Es tonto pensar que en una misión se pueda combatir eficazmente un hábito inveterado. Es verdad que Dios puede hacer milagros. Es cierto que la gracia y el poder de Dios no están ligados a nuestra lógica o a los medios humanos. Instantáneamente puede convertir a un Saulo en un San Pablo. Pero, ordinariamente, las conversiones siguen un camino más lento. En una misión o en unos ejercicios pueden ponerse los cimientos de una conversión; puede conseguirse un propósito firme de cambiar de vida. Pero la conversión no está acabada. Aquel propósito no tiene garantías de perpetuidad. Y aun se trata de casos particulares. La gran masa del pueblo continuará después de la misión igual que antes. Aquella reacción pasional, si no se cultiva después adecuadamente, desaparece pronto.
Esta lección es importante para tu apostolado, joven. Si la olvidas tendrás muchos desengaños y perderás muchas energías y mucho tiempo en balde. Y como tu carácter juvenil y la vanidad que anida en tu corazón te impulsan a creer demasiado en esas manifestaciones espectaculares, conviene que reflexiones seriamente sobre estas palabras del Maestro, para que no te dejes engañar por ellas. Tus ilusiones se romperían con estrépito al contacto con la realidad, con grande mengua para tu apostolado.
Repasa, pues, tus criterios. Examina tu conducta a la luz de estas palabras de Cristo. Aprende, joven, la lección del Maestro.

3. Las multitudes razonan poco; son menores de edad. Como los niños, se dejan guiar fácilmente por las impresiones del momento. Por eso son inconstantes. Son inconstantes en sus amores, en sus odios, en sus entusiasmos. Hoy queman lo que ayer adoraron. Mañana hundirán al que hoy ensalzan. Así lo hicieron con Jesucristo. Los mismos que hoy le buscan con afán pedirán después su muerte. La razón es sencilla. Esos movimientos no obedecen a convicciones hondas; son fruto de la pasión. Y la pasión es inconstante por naturaleza.
El apostolado, para que sea fecundo, ha de ir encaminado a crear convicciones hondas y profundas. Y como esto no puede conseguirse ordinariamente con las multitudes, nuestro apostolado ha de ser principalmente individual. Las inteligencias se forman, una a una. Los corazones se ganan por completo, uno a uno. Como lo hiciera Jesús con sus Apóstoles a los que preparaba para que fuesen continuadores de su misión.
Esta labor individual es mucho más lenta. Mucho menos brillante. Pero es la única eficaz. Aquellos cuya conversión sea debida, no a un momento de entusiasmo, sino a una labor lenta de formación y de convencimiento, perseverarán con facilidad aunque tengan alguna defección, propia al fin y al cabo, de nuestra naturaleza débil e inconstante. Los habremos ganado para siempre. Aunque se aparten alguna vez del camino de la honradez y de la virtud, volverán con facilidad a él.
Este criterio es muy importante para tu apostolado, joven. Es el único criterio recto y seguro que te ha de orientar. Tu naturaleza, impetuosa y ardiente, lo encontrará quizá equivocado, o al menos difícil. Pero si quieres hacer algo positivo en tu apostolado, debes sujetarte a él.
Reflexiona, joven, y medita atentamente las palabras del Maestro. Ellas te harán comprender estas verdades que vienes meditando. Ellas te harán frenar esos impulsos de cosas grandes y aparatosas que sientes en tu pecho. Si comprendes esta verdad y sabes aplicarla a tu apostolado, imitarás al Maestro. Tu apostolado será fecundo.

23 ago 2012

LAS OBRAS DE MISERICORDIA CORPORALES


I.- LAS OBRAS DE MISERICORDIA CORPORALES

“Y dondequiera que entraba, en aldeas o en granjas o en ciudades, ponían los enfermos en las calles, y le rogaban que permitiese tocar siquiera la orla de su vestido: y cuantos le tocaban, quedaban sanos.” (Mc., VI, 56.)
          
La bondad del Corazón de Cristo se refleja de una manera admirable y hermosa en esta escena del Evangelio. Para facilitar la curación de los enfermos que acudían a Él, Jesús dio a sus vestidos la virtud de curar. Este hecho encierra una lección hermosa para tu vida.

1. Jesús “pasó por el mundo haciendo bien”, como dice el Apóstol San Pedro. A su paso se hace la luz en la inteligencia de los hombres, florece la esperanza y el consuelo en los corazones que sufren, vuelve la salud a los cuerpos enfermos, recobran la vida las almas muertas por el pecado. Sus labios se abren constantemente para instruir, para consolar. Sus manos se levantan siempre para bendecir; se alargan para curar. Su corazón se abre constantemente para perdonar. Toda su vida y todos sus actos van dirigidos al bien de los demás.
Y Jesús da sin exigir nada, sin esperar incluso a que se lo pidan. Basta que se acerquen a Él y que toquen la orla de su vestido para que recobren la salud perdida.

La escena que nos presenta el Evangelista está llena de una muy dulce poesía. Las calles por donde pasa Jesús están repletas de enfermos: Su bondad alienta su confianza. Acuden a Él con absoluta seguridad. Y su confianza no resulta fallida. El Evangelio nos dice taxativamente que todos quedaban curados.
No se fija Jesús en sus cualidades naturales, en su posición social, en la sinceridad de su fe, en su vida pasada. Allí los habría seguramente de todas las clases sociales, de todas las condiciones morales: pobres y ricos, justos y pecadores. Todos acuden a Jesús. El deseo de recobrar la salud y de conservar la vida, que es un deseo instintivo de todo corazón humano, es el que guía a aquellos enfermos.
Muchos se olvidarán de Jesús después de haber recibido aquel beneficio. La mayor parte de ellos no le agradecerán la curación que de sus manos reciben. Cuando Jesús será perseguido y crucificado ni una sola voz de aquellos que fueron curados, se levantará en su favor. Quizá muchos de ellos formarán parte de la multitud que pide crucifixión. No importa. Jesús no hace el bien para que se lo agradezcan. Jesús ama a los pobres y a los enfermos y porque les ama se compadece de sus dolores y de su enfermedad. Y, movido por su compasión y por su amor, va repartiendo beneficios a manos llenas aunque sepa ciertamente que no se los han de agradecer. Y los reparte con una prodigalidad realmente admirable; aun sin que lleguen a pedírselos.
Y no olvides que se trata de beneficios de orden material. Beneficios que, al parecer, escapan a la finalidad que Jesús se había propuesto al encarnarse. Jesús no solamente reparte bienes espirituales. No solamente perdona los pecados y guía a las almas por el camino del cielo. Jesús procede con la misma generosidad cuando se trata de conceder bienes materiales. Los reparte con profusión. Los reparte, sin esperar recompensa.
Hermoso es el ejemplo de Cristo. Lección sublime la que nos da en esta escena para orientación de nuestra vida. Medítala seriamente, joven.

2. La caridad nos obliga a practicar las obras de misericordia con nuestro prójimo. Es una obligación grave a la que no se puede faltar sin pecado.
Y entre las obras de misericordia, las hay también de carácter material: “Dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos…” La caridad cristiana, que es la virtud fundamental de nuestra religión, nos obliga, por lo tanto, a practicar estas obras de misericordia corporales. La conducta de Jesús en esta escena nos da una norma clara para practicarlas según su voluntad.

La conducta de los fariseos nos parece absurda y ridícula. Ellos, cuando hacen sus limosnas, las hacían con ostentación. Querían llamar la atención de la gente…
Prácticamente hay demasiados cristianos que imitan a los fariseos. Dan con generosidad cuando se ha de publicar su donativo. Gustan que sean conocidas sus generosidades. Se sienten satisfechos cuando ven que les rodea un ambiente de admiración… “Éstos ya han recibido su recompensa”, según la frase terrible de Cristo. No obran por motivos de caridad. No aman a los pobres a quienes socorren. No sienten compasión por las necesidades del prójimo. Sus donativos y sus limosnas no son una obra de misericordia y de caridad, aunque lo parezcan. El Señor no tiene por qué agradecérselo.
Aun sin llegar a este extremo ridículo, hay muchos cristianos que no siguen tampoco el ejemplo del Maestro. Aman a los pobres. Sienten compasión por sus necesidades. Procuran remediarlas. Practican con espíritu de caridad las obras de misericordia corporales. Pero tienen un corazón mezquino. No acaban de entender la generosidad y la bondad del Maestro. No publican sus limosnas, pero quieren que sepan los pobres que vienen de sus manos. Les agrada verse asediados por los pobres. Les dan a conocer el favor que les hacen cuando les socorren; el sacrificio que se imponen cuando les visitan. En éstos hay espíritu de caridad. Pero la vanidad se mezcla en sus obras.

No procedió así Jesús en la escena que meditamos. Reparte beneficios a manos llenas sin dar importancia a su generosidad. Sin que casi se den cuenta los enfermos que reciben la salud de sus manos. Tocan su vestido y quedan curados. Jesús no se para a encarecer el bien que les concede. Jesús cumple maravillosamente la consigna que Él mismo nos diera: “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”.
Hay también muchos cristianos que han aprendido la lección del Maestro. Dan con generosidad y esplendidez ignorándolo los mismos que reciben sus limosnas. Socorren a los pobres por medio del Párroco, entregando sus limosnas al Secretariado de caridad. Ellos quedan en el anónimo. Visitan a los enfermos en nombre de la Parroquia o de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Su propia personalidad desaparece por completo. Estos han aprendido perfectamente la lección del Maestro.
Reflexiona, joven, y compara tu conducta con la conducta de Jesús. No basta que cumplas la obligación sacratísima que la caridad te impone. No basta que practiques las obras de misericordia corporales. Has de practicarlas según la voluntad de Jesús. Imitando su ejemplo. “Sin que se entere tu mano izquierda de lo que hace tu derecha”. Entonces tendrás recompensa grande en el cielo. Jesús te lo pagará como si se lo hubieses hecho a Él mismo.

3. Hay algunos que se quejan de la ingratitud de los pobres. Alegan esa ingratitud para acortar sus limosnas. Los pobres son desagradecidos, dicen. No merecen que se les socorra. Y con esta razón pretenden justificar su tacañería.
Esta afirmación no es exacta. La gratitud florece en todos los corazones bien nacidos. Y entre los pobres hay muchos corazones rectos y honrados. Hay pobres que saben agradecer muy de corazón. Que saben sacrificarse por sus bienhechores. Que piden todos los días por ellos. Cuando muere una persona verdaderamente caritativa le acompañan las oraciones y las lágrimas de muchos pobres. Se ha exagerado mucho a este respecto.
Pero aun suponiendo que fuese verdad lo que éstos afirman, esa falta de gratitud no justificaría nuestra tacañería. Nosotros tenemos la obligación de practicar las obras de misericordia corporales por imperativo de nuestra condición de cristianos. Cuando damos una limosna no hacemos una obra de supererogación; cumplimos un deber. No hacemos un favor al pobre a quien socorremos; cumplimos una obligación. Los favores se agradecen. Lo que se hace por pura liberalidad merece la gratitud. Pero lo que se hace por obligación no merece un agradecimiento especial. No tenemos motivo para quejarnos aunque los pobres sean desgraciados.

Jesús, además, nos manda que hagamos las obras de misericordia corporales con espíritu sobrenatural. No hemos de hacer limosna para captarnos la simpatía o gratitud de los pobres. No hemos de visitar enfermos para que nos lo paguen con su cariño. No pretendemos agradar a los hombres, sino a Dios; no hemos de esperar la recompensa de los hombres, sino de Dios.
Nosotros, propiamente, no socorremos a un hombre cuando damos limosna; socorremos al mismo Jesucristo. No visitamos a un hombre cuando acudimos a la cabecera de un enfermo, movidos por la caridad; visitamos al mismo Jesucristo. Él lo afirma taxativamente: “Tuve hambre y me disteis de comer… estuve enfermo y me visitasteis… porque cuando lo hacíais con uno de esos pequeñuelos conmigo lo hacíais”. Es Jesucristo el que nos ha de recompensar estas obras.
Por eso las almas santas se alegran cuando les punza la espina de la ingratitud. Saben que entonces recibirán del Señor una recompensa abundante.
Reflexiona, joven, sobre la conducta del Maestro. La conducta del Maestro debe ser orientación y enseñanza para tus obras. Si practicas las obras de misericordia corporales con ese espíritu, merecerás la recompensa del Señor.

13 feb 2011

DERECHA E IZQUIERDA

Creemos conveniente dilucidar, teniendo en cuenta las aspiraciones de muchos católicos completamente opuestas a las de otros, tan católicos como los primeros, en cuanto a ideales secundarios que no contradicen el ideal primordial de mantener íntegra la doctrina de Cristo conservada por su Santa Iglesia.

Algunos, o tal vez muchos católicos, llevan a la exageración su amor a ideales de segundo orden, hasta el punto de dejarse conducir por aquel amor a una especie de enervamiento del principal ideal, puesto que prescinden de éste para obtener la conservación del secundario, y llegan a combatir con saña y procuran destruir las instituciones y los organismos que defienden exclusivamente el ideal primordial, prescindiendo de los secundarios. Y en cambio, se adhieren a los que defienden ideales iguales, en cuanto a los de segundo orden, y que son enemigos declarados del ideal supremo del católico.

No es esto de extrañar, porque es la condición humana. Si las pasiones no llegaran a dominar al individuo, todos tendríamos el juicio recto que guiaría nuestros actos y con serenidad obraríamos más justa y rectamente, no dejándonos avasallar por impresiones y por teorías que no tienen derecho a apartarnos del ideal primordial. Esto da lugar a que, en algunas ocasiones, no pueda determinarse claramente lo que es derecha y lo que es izquierda, dentro de algunos sectores de la ciudadanía.

Desde que en el orden político y hasta en el social se hizo esta división en derechas e izquierdas, ha ido discutiéndose quienes pertenecían a las primeras y quienes a las segundas, y algunos, que bien comprendidos estarían en las segundas, han querido que se les colocase entre las primeras en esta clasificación.

Esta clasificación es realmente relativa, porque uno es izquierdista en relación a otro que está a su derecha. Pero lo cierto es que, como si hubiesen tomado ejemplo del Evangelio, los que inventaron tal clasificación colocan a la derecha a los que, como el buen ladrón, reconocen la divinidad de Jesucristo, y a la izquierda a los que, como el mal ladrón, le blasfeman y de Él se mofan; a la derecha a los que adoran al Juez Supremo como le adorarán y darán gracias los justos en el día del juicio final, y a la izquierda a los que le maldicen como los réprobos le maldecirán.

Esto indica que la verdadera base de esta clasificación es la idea religiosa. Es derecha el que defiende íntegramente la doctrina de la Iglesia, es izquierda el que la combate. Es derecha el que por encima de todo coloca su ideal religioso, es izquierda el que combate este ideal.

Partiendo de este punto de vista, hemos de reconocer que a medida que un individuo o una colectividad va concediendo menos importancia al ideal religioso, va desviándose hacia la izquierda, por más que sea amante del orden, de la conservación de las instituciones vigentes y buen gestor.

Pero hay que tener en cuenta que el ideal principal no admite nunca que se le coloque en lugar secundario y por tanto, quien tal hace, quien por sostener o defender una forma de gobierno o determinado régimen, prescinde de los intereses religiosos del país y aún los pospone, apoyando a un partido político que en su programa combate los intereses de la Religión, por más que quiera pertenecer a la derecha, se encuentra dentro de la izquierda y no puede en justicia merecer la confianza de los que realmente forman la derecha.

Este es nuestro sincero criterio y sentimos que algunos católicos se dejen seducir por la atracción de los que teniendo por fin principal el contrario del que defendemos los católicos, saben engañar a éstos para que pospongan el suyo principal a los secundarios de todos, sin que ellos, los enemigos de la Religión, pospongan el suyo principal a los secundarios de todos, porque para ellos, sí que es éste el fin principal, el de combatir los dogmas, las enseñanzas y la moral de la Iglesia.

Y con esto llegan algunos a empaparse de doctrinas contrarias a las dictadas por los Sumos Pontífices y a combatir las de éstos, por considerarlas inferiores a las otras, queriendo, no obstante, que nadie dude de su fervor católico.