30 ago 2012

ACTOS ESPECTACULARES

     II. LOS ACTOS ESPECTACULARES

“Me buscáis, no por los milagros que visteis, mas porque comisteis del pan y os saciasteis.” (Ioh., VI, 26.)

Jesús conoce perfectamente la psicología popular. No se deja engañar por el entusiasmo de la multitud que le busca afanosa después de la multiplicación de los panes. Con estas palabras te señala una orientación y un criterio que has de tener presente en tu apostolado.

1. Las multitudes razonan poco; son menores de edad. Como los niños, se dejan guiar fácilmente por las impresiones del momento. Son propicias, por ello, a reacciones pasionales. Cuando se enardecen; sobretodo cuando se sienten amadas, son capaces de los mayores extremos; se entregan totalmente.
La multitud que ha presenciado la multiplicación de los panes y ha sido beneficiada con aquel milagro, está entusiasmada. Busca a Jesús por el desierto. Y al no encontrarle, atraviesa el mar de Tiberíades para ir en su busca. No descansa hasta que logra dar con él.
Este hecho se puede repetir fácilmente. No es difícil entusiasmar a un pueblo. Es relativamente fácil hacer un acto solemne, conseguir una manifestación nutrida y entusiasta con motivo de algún hecho religioso, incluido en pueblos fríos y apartados de Dios. Es cuestión de un poco de habilidad y de un poco de cariño.
Y estas manifestaciones públicas tienen su importancia. Estos actos espectaculares en los que se congrega todo un pueblo tienen, sin duda, su eficacia social. Pueden servir para romper el hielo en un ambiente frío y son un acicate y un impulso para los débiles, para los apocados, para los remisos. Por eso en tu apostolado conviene que tengas en cuenta esta realidad.
Algunos las juzgan inútiles. Fijándose en la poca consistencia que suelen tener ordinariamente, creen que es tiempo completamente perdido el que se emplea en provocarlas. Y esta apreciación no es exacta. Una misión bien organizada, puede hacer vibrar a un pueblo. Una asamblea solemne, bien concebida, puede enardecer a los jóvenes. Una campaña de caridad bien realizada, puede ganarnos la simpatía de muchos.

Sería, ciertamente, una ilusión y una ingenuidad pueril creer que el pueblo ha cambiado radicalmente como consecuencia de estos actos. Sería absurdo cejar después en nuestra labor por creer que ya está todo hecho. Estas manifestaciones no sirven más que para remover la tierra. Y si el labrador necesita remover la tierra antes de sembrar, no conseguiría ningún fruto si descuidase después el trabajo de siembra y de cultivo. La reacción que produce una misión, una asamblea, una campaña es, ordinariamente, muy superficial. Ni se cambian con ello las ideas, ni se modifican permanentemente las costumbres. Los que tenían antes una fe tibia y vacilante, continuarán con sus defectos después de la misión. Los que no habían entendido antes la sublimidad del apostolado, continuarán con sus vacilaciones y con sus inconstancias después de la Asamblea. Sería tonto darles a estos actos más importancia de la que tienen, o suponerles una mayor eficacia de la que realmente consiguen. Pero sería también injusto desconocer su importancia y su influencia social.
En la vida de Jesús encontramos algunos actos de esta clase. Él, no solamente no los evita, sino que los provoca con su conducta y con sus milagros. También para bien de las almas. Si sabes darles la importancia relativa que tienen, pueden ser un medio excelente para la eficacia de tu apostolado.

2. Jesús conoce perfectamente la psicología popular. No se deja engañar por el entusiasmo de aquella multitud que le busca por todas partes. Se trata de una reacción pasional, egoísta. Aquel entusiasmo no supone adhesión interna a su doctrina. No supone fe viva en su condición de Hijo de Dios. Jesús, para nuestra enseñanza, hace resaltar ese detalle: “Me buscáis –les dice– porque comisteis del pan y os saciasteis.”
Los hombres somos por naturaleza un poquitín tontos y ridículos. Creemos fácilmente todo lo que nos halaga. Damos por bueno todo lo que fomenta nuestra vanidad. Cuando, como fruto de nuestra actuación o de nuestro apostolado, se ha producido una reacción en un pueblo o en un ambiente determinado, nos dejamos mecer por la ilusión de que hemos hecho una gran obra. Hablamos de aquella reacción de la gente como algo extraordinario y definitivo. Queremos convencernos de que es verdad todo lo que aparece. Queremos creer que, por la gracia de Dios, hemos hecho una obra definitiva y completa. Y esto es una ilusión; una ingenuidad pueril.
Jesús llama nuestra atención con estas palabras que meditamos. Él no se fía de aquel entusiasmo porque conoce perfectamente la causa que lo inspira. Nos enseña a nosotros a no fiarnos de esas apariencias que son debidas, casi siempre, a una causa parecida.

Es tonto pensar que en una misión pueda cambiarse completamente una mentalidad. Es tonto pensar que en una misión se pueda combatir eficazmente un hábito inveterado. Es verdad que Dios puede hacer milagros. Es cierto que la gracia y el poder de Dios no están ligados a nuestra lógica o a los medios humanos. Instantáneamente puede convertir a un Saulo en un San Pablo. Pero, ordinariamente, las conversiones siguen un camino más lento. En una misión o en unos ejercicios pueden ponerse los cimientos de una conversión; puede conseguirse un propósito firme de cambiar de vida. Pero la conversión no está acabada. Aquel propósito no tiene garantías de perpetuidad. Y aun se trata de casos particulares. La gran masa del pueblo continuará después de la misión igual que antes. Aquella reacción pasional, si no se cultiva después adecuadamente, desaparece pronto.
Esta lección es importante para tu apostolado, joven. Si la olvidas tendrás muchos desengaños y perderás muchas energías y mucho tiempo en balde. Y como tu carácter juvenil y la vanidad que anida en tu corazón te impulsan a creer demasiado en esas manifestaciones espectaculares, conviene que reflexiones seriamente sobre estas palabras del Maestro, para que no te dejes engañar por ellas. Tus ilusiones se romperían con estrépito al contacto con la realidad, con grande mengua para tu apostolado.
Repasa, pues, tus criterios. Examina tu conducta a la luz de estas palabras de Cristo. Aprende, joven, la lección del Maestro.

3. Las multitudes razonan poco; son menores de edad. Como los niños, se dejan guiar fácilmente por las impresiones del momento. Por eso son inconstantes. Son inconstantes en sus amores, en sus odios, en sus entusiasmos. Hoy queman lo que ayer adoraron. Mañana hundirán al que hoy ensalzan. Así lo hicieron con Jesucristo. Los mismos que hoy le buscan con afán pedirán después su muerte. La razón es sencilla. Esos movimientos no obedecen a convicciones hondas; son fruto de la pasión. Y la pasión es inconstante por naturaleza.
El apostolado, para que sea fecundo, ha de ir encaminado a crear convicciones hondas y profundas. Y como esto no puede conseguirse ordinariamente con las multitudes, nuestro apostolado ha de ser principalmente individual. Las inteligencias se forman, una a una. Los corazones se ganan por completo, uno a uno. Como lo hiciera Jesús con sus Apóstoles a los que preparaba para que fuesen continuadores de su misión.
Esta labor individual es mucho más lenta. Mucho menos brillante. Pero es la única eficaz. Aquellos cuya conversión sea debida, no a un momento de entusiasmo, sino a una labor lenta de formación y de convencimiento, perseverarán con facilidad aunque tengan alguna defección, propia al fin y al cabo, de nuestra naturaleza débil e inconstante. Los habremos ganado para siempre. Aunque se aparten alguna vez del camino de la honradez y de la virtud, volverán con facilidad a él.
Este criterio es muy importante para tu apostolado, joven. Es el único criterio recto y seguro que te ha de orientar. Tu naturaleza, impetuosa y ardiente, lo encontrará quizá equivocado, o al menos difícil. Pero si quieres hacer algo positivo en tu apostolado, debes sujetarte a él.
Reflexiona, joven, y medita atentamente las palabras del Maestro. Ellas te harán comprender estas verdades que vienes meditando. Ellas te harán frenar esos impulsos de cosas grandes y aparatosas que sientes en tu pecho. Si comprendes esta verdad y sabes aplicarla a tu apostolado, imitarás al Maestro. Tu apostolado será fecundo.

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