22 ene 2013

EL PAN BAJADO DEL CIELO


III. EL PAN BAJADO DEL CIELO

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” (Ioh., VI, 55.)

Jesús se aprovecha de aquel milagro de la multiplicación de los panes para hablar a sus oyentes de otro pan que en su misericordia preparaba para al humanidad. En esta escena promete la institución del Sacramento de la Eucaristía. Medita estas palabras de Cristo para aprovecharte de este pan celestial.

1. Necesitamos del alimento para vivir. Nuestras fuerzas se desgastan continuamente y el alimento las repara. La falta de un alimento adecuado produce en nosotros la debilidad, el desfallecimiento, la inanición, la muerte.
Por eso buscamos con afán cuanto necesitamos para vivir. La causa principal por la que los hombres buscan con interés las riquezas es porque con ellas pueden satisfacer plenamente esta necesidad que les acucia. Necesitamos comer para vivir y buscamos por todos los medios la comida necesario para conservar la vida.
Y hacemos muy bien obrando de esta manera. Amamos la vida y tenemos, al propio tiempo, la obligación de conservarla.
Pero nos olvidamos muchas veces, joven, de que tenemos dos vidas. Y de que no es la principal esa vida natural que con tanto interés procuramos conservar. Por la gracia recibimos la vida divina, la misma vida de Dios que se nos comunica de una manera maravillosa e inefable. Tenemos también obligación de conservar esta vida; de acrecentarla. Tenemos obligación también de procurar que no nos falte el alimento necesario para mantener esta vida divina.
El Señor nos ha preparado un manjar celestial. Su misma carne se ha hecho comida para nuestras almas: “Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida”, dijo Jesús. Y este manjar está siempre a nuestra disposición. Basta querer para comerle. ¡Qué bueno ha sido Dios con nosotros! ¡Qué dignación la suya al dársenos en comida para que tuviésemos vida eternamente!

Y, sin embargo, joven, ¡cuántas almas desfallecidas! ¡Cuántas almas mueren de hambre por no saber aprovecharse de este manjar celestial! ¡Cuántas almas, débiles y sin fuerzas, son vencidas por la tentación, teniendo tan a mano el manjar que hace invencibles!
Escucha, joven, las palabras de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” Si quieres tener vida, has de comulgar. Si quieres tener vida abundante, has de comulgar con frecuencia. Si quieres tener fuerzas para resistir la tentación, has de alimentarte con este manjar de los fuertes. Si quieres abrazarte valientemente con el sacrificio que el apostolado te exige, has de comer la carne de Cristo. La comunión aumentará tus fuerzas. La comunión te hará valiente. La comunión te hará invulnerable. ¡Oh, si supiésemos comulgar, joven! ¡Si supiésemos aprovecharnos de este manjar que amorosamente nos preparó el Señor para darnos la vida!
La Iglesia nos obliga a comulgar una vez al año y aun este precepto parece excesivo a no pocos cristianos. ¡Cuántos hay que no comulgan más que una sola vez, constreñidos por este precepto de la Iglesia! ¿Será raro que arrastren una vida lánguida y pobre, que desfallezcan a cada paso, que se vean envueltos frecuentemente por las redes de la tentación y del pecado?
Tú, sin duda, comulgas con frecuencia. Pero, ¿comulgas con toda la frecuencia posible? ¿Estás íntimamente convencido de que sin la comunión frecuente no puedes tener vida abundante? Medita, joven, las palabras de Jesús.

2. Para que la comida nos aproveche es necesario que tengamos salud. A los enfermos de cierta gravedad les prohíben comer. La comida no sería para ellos causa de salud, sino de muerte.
También se requieren ciertas disposiciones para comulgar. El que se acerca a la Sagrada Mesa en pecado mortal, “come su propio Juicio”, en frase del Apóstol. Esta comida –dice la Iglesia en la Secuencia del día del Corpus– “es vida para los buenos y muerte para los malos”. Los que comulgan en gracia de Dios aumentan y acrecientan su vida; los que comulgan en pecado mortal ratifican su propia condenación.
Comulgar en pecado mortal es un pecado gravísimo. Es un pecado horrible de sacrilegio. Es la profanación del mismo Cuerpo de Cristo. No solamente no aprovecha entonces la comunión, sino que daña. No solamente no se borra con la comunión el pecado mortal, sino que el alma se endurece en el pecado.
Para que la comunión sea para ti causa de vida y de vida eterna, es necesario que tu alma esté limpia de todo pecado mortal. Es necesario que laves por medio de una confesión sincera las manchas que afean tu alma.
Es preferible no comulgar, que comulgar en pecado. No se hace un obsequio a Dios comulgando en pecado, sino que se le ofende gravísimamente. Es mayor el pecado de sacrilegio que cometes comulgando mal, que el mismo pecado con que te acercas a comulgar.
No olvides, joven, esta verdad en tu propia vida y no lo olvides, sobre todo, en el ejercicio de tu apostolado. Muchas veces nos dejamos guiar por un celo indiscreto. Nos gustan las comuniones numerosas y solemnes. Quisiéramos que todos fueran a comulgar para que se aprovechen de este manjar celestial. Y consideramos que hemos conseguido un verdadero triunfo cuando aumenta el número de los que comulgan. Pero… ¿tendrán las debidas disposiciones todos aquellos que se acercan a comulgar, quizá como fruto de nuestra insistencia? ¿No habremos sido nosotros la causa de algún sacrilegio? Por eso la Iglesia prohíbe terminantemente que se ejerza alguna coacción moral sobre los que van a comulgar. Porque, entonces, habríamos hecho un mal en vez del bien que nosotros intentábamos. Conviene, joven, que obres con suma discreción.

Pero no basta evitar el pecado mortal para obtener todo el fruto de la comunión. No basta comulgar en gracia de Dios para que la comunión produzca en nosotros aquella plenitud de vida que Jesucristo nos promete. El fruto de la comunión depende de nuestras propias disposiciones. En la comunión recibimos al mismo Cristo. Y Jesús es el principio y el manantial de la gracia. Su acción en nosotros será tan profunda y tan plena como lo permita nuestra capacidad; como lo merezcan nuestras disposiciones.
Por eso hemos de prepararnos convenientemente para comulgar. Hemos de ensanchar la capacidad de nuestra alma con una preparación adecuada. Hemos de evitar todo pecado; hemos de reprimir nuestras pasiones; hemos de limpiar nuestra alma de todo aquello que pueda ser un obstáculo para la acción de Cristo. Entonces se operará en nosotros aquella transformación de que habla San Agustín: “Cuando comemos la carne de Cristo y bebemos su sangre, nos transformamos en su sustancia.” La comunión nos dará la vida eterna prometida por Jesucristo.
Prepárate, pues, joven, para comulgar. Procura que toda tu vida sea una preparación remota para recibir con fruto este Sacramento. Antes de comulgar recógete unos momentos para prepararte mejor. La comunión producirá en tu alma efectos maravillosos.

3. Cuando comemos con apetito saboreamos mejor los manjares y nos aprovechan más. La inapetencia, por el contrario, nos priva del gusto en el comer y es señal de que el estómago no está bien preparado para recibir la comida.
Para encontrar gusto en la comunión y para que este manjar te sea provechoso has de fomentar también en tu el hambre de comulgar. Para conseguirlo has de ahondar en el convencimiento de la excelencia de este pan y de la necesidad que tienes de él para tu alma. Has de desear ardientemente unirte con Jesucristo por medio de la comunión. Cuando ese convencimiento arraiga en nuestras inteligencias y ese deseo llena nuestro corazón, la comunión produce en nosotros efectos maravillosos.

Los santos tenían hambre de comulgar. Sabían la importancia que tiene la comunión para la vida espiritual; sentían la necesidad de este manjar para perseverar en la gracia y en la unión con Dios. Y aun reconociéndose indignos, lo deseaban con verdaderas ansias. Se imponían algunas veces sacrificios verdaderamente heroicos para no verse privados de la comunión. Por eso la comunión era para ellos causa de santificación. En la comunión encontraban  el consuelo en los sufrimientos; la fuerza para aceptar sonrientes las mayores torturas. En la comunión encontraban la alegría y la paz.
Tú puedes fomentar en ti ese convencimiento y ese deseo. Medita muchas veces sobre la excelencia de este Sacramento. Piensa atentamente en el amor que te ha manifestado el Señor al instituirlo. Medita, sobre todo, en la necesidad que tienes de este manjar celestial para vencer las tentaciones, para perseverar en la gracia, para crecer en la vida sobrenatural, para unirte con Dios, para conseguir la vida eterna. Antes de comulgar fomenta en ti estos pensamientos y estos deseos. Hasta que sientas hambre de comulgar.
Procura que la comunión sea el centro y como el eje de tu vida. La comunión será para ti garantía de perseverancia en el bien. Causa de fecundidad para tu apostolado. Prenda de vida eterna. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario