III.
EL PAN BAJADO DEL CIELO
“El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.”
(Ioh., VI, 55.)
Jesús se aprovecha de aquel milagro de la
multiplicación de los panes para hablar a sus oyentes de otro pan que en su
misericordia preparaba para al humanidad. En esta escena promete la institución
del Sacramento de la Eucaristía. Medita estas palabras de Cristo para
aprovecharte de este pan celestial.
1. Necesitamos del alimento para vivir.
Nuestras fuerzas se desgastan continuamente y el alimento las repara. La falta
de un alimento adecuado produce en nosotros la debilidad, el desfallecimiento,
la inanición, la muerte.
Por eso buscamos con afán cuanto necesitamos
para vivir. La causa principal por la que los hombres buscan con interés las
riquezas es porque con ellas pueden satisfacer plenamente esta necesidad que
les acucia. Necesitamos comer para vivir y buscamos por todos los medios la
comida necesario para conservar la vida.
Y hacemos muy bien obrando de esta manera.
Amamos la vida y tenemos, al propio tiempo, la obligación de conservarla.
Pero nos olvidamos muchas veces, joven, de
que tenemos dos vidas. Y de que no es la principal esa vida natural que con
tanto interés procuramos conservar. Por la gracia recibimos la vida divina, la
misma vida de Dios que se nos comunica de una manera maravillosa e inefable.
Tenemos también obligación de conservar esta vida; de acrecentarla. Tenemos
obligación también de procurar que no nos falte el alimento necesario para
mantener esta vida divina.
El Señor nos ha preparado un manjar
celestial. Su misma carne se ha hecho comida para nuestras almas: “Mi carne es
verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida”, dijo Jesús. Y este
manjar está siempre a nuestra disposición. Basta querer para comerle. ¡Qué
bueno ha sido Dios con nosotros! ¡Qué dignación la suya al dársenos en comida
para que tuviésemos vida eternamente!
Y, sin embargo, joven, ¡cuántas almas
desfallecidas! ¡Cuántas almas mueren de hambre por no saber aprovecharse de
este manjar celestial! ¡Cuántas almas, débiles y sin fuerzas, son vencidas por
la tentación, teniendo tan a mano el manjar que hace invencibles!
Escucha, joven, las palabras de Jesús: “El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” Si quieres tener vida,
has de comulgar. Si quieres tener vida abundante, has de comulgar con
frecuencia. Si quieres tener fuerzas para resistir la tentación, has de
alimentarte con este manjar de los fuertes. Si quieres abrazarte valientemente
con el sacrificio que el apostolado te exige, has de comer la carne de Cristo.
La comunión aumentará tus fuerzas. La comunión te hará valiente. La comunión te
hará invulnerable. ¡Oh, si supiésemos comulgar, joven! ¡Si supiésemos
aprovecharnos de este manjar que amorosamente nos preparó el Señor para darnos
la vida!
La Iglesia nos obliga a comulgar una vez al
año y aun este precepto parece excesivo a no pocos cristianos. ¡Cuántos hay que
no comulgan más que una sola vez, constreñidos por este precepto de la Iglesia!
¿Será raro que arrastren una vida lánguida y pobre, que desfallezcan a cada
paso, que se vean envueltos frecuentemente por las redes de la tentación y del
pecado?
Tú, sin duda, comulgas con frecuencia. Pero,
¿comulgas con toda la frecuencia posible? ¿Estás íntimamente convencido de que
sin la comunión frecuente no puedes tener vida abundante? Medita, joven, las
palabras de Jesús.
2. Para que la comida nos aproveche es
necesario que tengamos salud. A los enfermos de cierta gravedad les prohíben
comer. La comida no sería para ellos causa de salud, sino de muerte.
También se requieren ciertas disposiciones
para comulgar. El que se acerca a la Sagrada Mesa en pecado mortal, “come su
propio Juicio”, en frase del Apóstol. Esta comida –dice la Iglesia en la
Secuencia del día del Corpus– “es vida para los buenos y muerte para los
malos”. Los que comulgan en gracia de Dios aumentan y acrecientan su vida; los
que comulgan en pecado mortal ratifican su propia condenación.
Comulgar en pecado mortal es un pecado
gravísimo. Es un pecado horrible de sacrilegio. Es la profanación del mismo
Cuerpo de Cristo. No solamente no aprovecha entonces la comunión, sino que
daña. No solamente no se borra con la comunión el pecado mortal, sino que el
alma se endurece en el pecado.
Para que la comunión sea para ti causa de
vida y de vida eterna, es necesario que tu alma esté limpia de todo pecado
mortal. Es necesario que laves por medio de una confesión sincera las manchas
que afean tu alma.
Es preferible no comulgar, que comulgar en
pecado. No se hace un obsequio a Dios comulgando en pecado, sino que se le
ofende gravísimamente. Es mayor el pecado de sacrilegio que cometes comulgando
mal, que el mismo pecado con que te acercas a comulgar.
No olvides, joven, esta verdad en tu propia
vida y no lo olvides, sobre todo, en el ejercicio de tu apostolado. Muchas
veces nos dejamos guiar por un celo indiscreto. Nos gustan las comuniones
numerosas y solemnes. Quisiéramos que todos fueran a comulgar para que se
aprovechen de este manjar celestial. Y consideramos que hemos conseguido un
verdadero triunfo cuando aumenta el número de los que comulgan. Pero… ¿tendrán
las debidas disposiciones todos aquellos que se acercan a comulgar, quizá como
fruto de nuestra insistencia? ¿No habremos sido nosotros la causa de algún
sacrilegio? Por eso la Iglesia prohíbe terminantemente que se ejerza alguna
coacción moral sobre los que van a comulgar. Porque, entonces, habríamos hecho
un mal en vez del bien que nosotros intentábamos. Conviene, joven, que obres
con suma discreción.
Pero no basta evitar el pecado mortal para
obtener todo el fruto de la comunión. No basta comulgar en gracia de Dios para
que la comunión produzca en nosotros aquella plenitud de vida que Jesucristo
nos promete. El fruto de la comunión depende de nuestras propias disposiciones.
En la comunión recibimos al mismo Cristo. Y Jesús es el principio y el
manantial de la gracia. Su acción en nosotros será tan profunda y tan plena
como lo permita nuestra capacidad; como lo merezcan nuestras disposiciones.
Por eso hemos de prepararnos convenientemente
para comulgar. Hemos de ensanchar la capacidad de nuestra alma con una
preparación adecuada. Hemos de evitar todo pecado; hemos de reprimir nuestras
pasiones; hemos de limpiar nuestra alma de todo aquello que pueda ser un
obstáculo para la acción de Cristo. Entonces se operará en nosotros aquella
transformación de que habla San Agustín: “Cuando comemos la carne de Cristo y
bebemos su sangre, nos transformamos en su sustancia.” La comunión nos dará la
vida eterna prometida por Jesucristo.
Prepárate, pues, joven, para comulgar.
Procura que toda tu vida sea una preparación remota para recibir con fruto este
Sacramento. Antes de comulgar recógete unos momentos para prepararte mejor. La
comunión producirá en tu alma efectos maravillosos.
3. Cuando comemos con apetito saboreamos
mejor los manjares y nos aprovechan más. La inapetencia, por el contrario, nos
priva del gusto en el comer y es señal de que el estómago no está bien
preparado para recibir la comida.
Para encontrar gusto en la comunión y para
que este manjar te sea provechoso has de fomentar también en tu el hambre de
comulgar. Para conseguirlo has de ahondar en el convencimiento de la excelencia
de este pan y de la necesidad que tienes de él para tu alma. Has de desear
ardientemente unirte con Jesucristo por medio de la comunión. Cuando ese
convencimiento arraiga en nuestras inteligencias y ese deseo llena nuestro
corazón, la comunión produce en nosotros efectos maravillosos.
Los santos tenían hambre de comulgar. Sabían
la importancia que tiene la comunión para la vida espiritual; sentían la
necesidad de este manjar para perseverar en la gracia y en la unión con Dios. Y
aun reconociéndose indignos, lo deseaban con verdaderas ansias. Se imponían
algunas veces sacrificios verdaderamente heroicos para no verse privados de la
comunión. Por eso la comunión era para ellos causa de santificación. En la
comunión encontraban el consuelo en los
sufrimientos; la fuerza para aceptar sonrientes las mayores torturas. En la
comunión encontraban la alegría y la paz.
Tú puedes fomentar en ti ese convencimiento y
ese deseo. Medita muchas veces sobre la excelencia de este Sacramento. Piensa
atentamente en el amor que te ha manifestado el Señor al instituirlo. Medita,
sobre todo, en la necesidad que tienes de este manjar celestial para vencer las
tentaciones, para perseverar en la gracia, para crecer en la vida sobrenatural,
para unirte con Dios, para conseguir la vida eterna. Antes de comulgar fomenta
en ti estos pensamientos y estos deseos. Hasta que sientas hambre de comulgar.
Procura que la comunión sea el centro y como
el eje de tu vida. La comunión será para ti garantía de perseverancia en el
bien. Causa de fecundidad para tu apostolado. Prenda de vida eterna.
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